lunes, septiembre 29, 2014

Colombia. Las ‘playas’ del Arte Político

Colombia. Las ‘playas’ del Arte Político
 

 
Vengo de unas playas silenciosas cercanas a Santa Marta, Colombia. Sus propietarios a los que algunos llaman amistosamente “la patrona” y “el patrón” se han cuidado de no instalar energía eléctrica. Este toque de romanticismo que podría parecer exagerado en realidad es una medida de alerta contra lo que podría suceder. De regreso a Santa Marta encuentro el lugar donde me había hospedado sin agua y con un ruido ensordecedor. El muchacho que atiende, Alfredo, insiste en oír simultáneamente el televisor y el equipo de sonido. Un locutor frenético anuncia cada tanto el tema del próximo vallenato. El ruido es aplastante. Es inevitable que mi cuarto situado a pocos pasos de la recepción estalle ruidosamente y la vibración se cuele penetrando cada centímetro.
Intento hacer caso omiso. Abrazo el silencio que he podido conservar todavía de los días en Quebrada Valencia. Del maestro que nos hacía respirar en equilibrio a nosotros quiénes todavía podemos permitirnos tanto lujo. De esa calma en gris donde se preserva algo de paz. Sin embargo en un amanecer en esas playas me llegó un inexplicable olor animal, políticos corruptos de la zona habían permitido instalar unas marraneras en la zona de reserva.
Aquí a diferencia de esas playas todo es incomodidad y perturbación continua, sin espacios mentales para poder discernir. Sin aire que podamos de veras respirar. Decido dejar este lugar. Esta ciudad que alguna vez prometió descanso y tranquilidad. La ciudad hierve. En el supermercado amarillo, lo único abierto en este vecindario del centro encuentro algo para comer. Un simulacro de ensalada y unas papas fritas. Es festivo y toda la ciudad está dormida, un letargo de siglos que se irá prolongando perpetuamente. Bajo el asfalto, sin embargo, la ciudad ruge. Hay un lobo dormido bajo cada baldosa grasienta. Sumado al calor es un rugido entreverado con el viento, con la brisa que escasea. El polvo se pega, el calor. Un niñito mugriento insiste en alargar sus manos a la salida de un cajero automático, pero todos conocemos esos códigos y pasamos rápido para que nuestras miradas no se enfrenten, incluso el extranjero ha sido alertado en estas estratagemas y sabe sortear la puerta que el chiquillo obstaculiza.
Por todos los poros estalla la música otra vez, aunque es mediodía y uno podría suponer un sueño colectivo que pueda menoscabar esta dulce inercia. Mientras como, retumba el televisor con una serie gringa y en simultánea la radio de siempre otra vez grita una música compulsiva. Nadie parece notarlo. Los pocos que están allí comen cabizbajos en su silencio ruidoso. Es inevitable. Debo aprender a vivir con esta segunda piel. Bebo mi limonada sin azúcar. Pago quinientos pesos para ir a un baño público. Y abandono el lugar. De regreso al hostal preparo  mi maleta con la decisión de alejarme de este infierno. Afuera las calles hierven y la tensión es creciente. Parece que detrás de estas puertas y ventanas los cuerpos se encienden con sustancias y con otros cuerpos comprados por algunas monedas. Es inevitable. Habitamos un Paraíso Perdido. Un lugar extramuros del ruido a donde llegan los heridos de las guerras. Almas perdidas que sus países envían a los reformatorios del Sur. A lo lejos algo parecido al mar.
Carlos un voluntario caleño que trabaja en el hostal, carga con mi morral y yo llevo mi mochila y la esperanza de encontrar silencio escapando a unos cuantos kilómetros de aquí. Días después encuentro otros voluntarios y no entiendo la acepción, pero después caigo en cuenta que ante tanta miseria la falta de trabajo hace que muchos se empleen por su cuenta y trabajen sin recibir nada a cambio, con la esperanza de que al menos esta nominación dignifique su pauperizada vida.
Llegamos al mercado, son casi las cinco, tomo mi camioneta y comienzo el ascenso. El conductor que me lleva juega con la idea de creer que yo soy algo así como su señora o acompañante ocasional. El carro de transporte de pasajeros  podría pasar por un automóvil privado en que dos viajan buscando alguna diversión. Me río con su ocurrencia pero lo aterrizo preguntándole por las características del lugar al que nos dirigimos. Mi ansiedad de silencio es creciente. Es como una sed imposible. Una sed de una tierra que siento se agota bajo mis pies. Quizá la derrota de estas tierras y sus habitantes sea irremediable. Quizá todo poco a poco entre en una relación estéril como estos cerros pelados que rodean Santa Marta.
Poco a poco nos vamos separando de la ciudad. Atrás queda la vieja Catedral blanca y el sopor adormecido de la marihuana respirable en cada esquina. Atrás queda mi maleta que otra vez decido abandonar en el hostal para poder escapar. Pero el país sigue adherido a mis pies en esta sensación viscosa que me acompaña. ¿Y los artistas? ¿Y el arte? Por aquí lo único visible son las Obras Públicas en ruinas y las obras inexistentes que anuncian las vallas de hojalata cada vez más destartaladas.
Recuerdo que aquí en estas tierras nacieron un futbolista y un cantante famosos. Y que los dos son como aves fabulosas diseccionadas para un catálogo turístico. Por aquí paso también El Libertador en sus últimos días. Expedicionarios buscando tesoros y tierras, y más recientemente alguno que se hace llamar etnólogo artista a la caza de alguna especie plástica singular para colocar en sus vitrinas y rotular con algún nombre científico expropiado impúdicamente.
Saqueos continuos, estas tierras se quedaron desnudas. Apenas si una capa vegetal pobrísima sostiene el verde y la arena.
Sí, los días de silencio quedaron atrás. Entonces comprendo el artificio de esos días vividos en las playas, un absoluto comprado por un precio, por un valor, inexistente. Una tierra que se no es verdad.
En cada curva por estas montañas de la Sierra crece mi ansiedad de verde y de silencio. Es mi tierra prometida. Sé que existe detrás. Sólo que hay cientos de capas superpuestas que impiden el acceso y que son quizá insalvables. Como el sol y la arena que se nos pegan a los pies después de una larga caminata por la playa desierta. Debajo una zona de contaminación inevitable.
Veo letreros anunciando fincas cafeteras, estoy próxima a llegar. El señor de la camioneta me va enumerando los lugares donde puedo alojarme. No he traído conmigo suficiente dinero y el lugar que Carlos me reservó no tiene pagos a crédito, por otro lado supe por el conductor que estaba en obra y por un segundo imaginé la demolición. Esta que me acompaña en cada cuadra de Bogotá, esta que en mi caso se inició cuando las paredes de mi casa se vinieron abajo y de golpe todo pareció sumergido en el caos. ¿Acaso el orden existe? O es solo una hipótesis más que nos permite avanzar en estas zonas ficticias. Después me asomé y vi los anuncios de casa vecinas donde se avisaba de las próximas demoliciones y las consiguientes construcciones de torres de apartamentos y oficinas. La vieja Bogotá se venía abajo. En poco tiempo nada sería reconocible y la calle silenciosa daría lugar al tráfico. Imaginé los cientos de personas que habrían de vivir por estas cuadras próximamente. Los pastos escasos donde niños y perros se pelearían el verde. En las calles de mi vecindario muchos insisten en tener hasta tres mascotas. Incluso yo recientemente me vi jalada por una cuerda donde en su extremo una perrita rescatada de la intemperie luchaba por competir en gracia con el exhibicionismo de los amos vecinos con sus perros de raza.
La camioneta se detiene en un cruce de caminos, son dos o tres callecitas en este pequeño cacerío. Llegada a Minca. El ruido es ensordecedor. De cada tienda, de cada billar rugen los parlantes con corridos truculentos. El paraíso se deslíe y yo un tanto rezagada por el aturdimiento emprendo la marcha hacia mi hotel. Dejo mis cosas y bajo buscando algo para comer.
Cruzo el puente. Una calle que me recuerda Briceño, un parador por la Autopista Norte, muchos lo han catalogado como el lugar más horrible del planeta. Días después descubrí detrás de este caserío un pequeño pueblecito de casas pequeñitas que va creciendo allí con gentes de todas partes del país. De bajada otra calle más larga, la segunda y última de por aquí, en la mitad de la cuadra el único lugar donde quizá pueda comer. Sus dueños llegaron hace poco de Bogotá, una pequeña biblia abierta y fotografías de Gabriel García Márquez. A mi lado un gringo come una enchilada pensando con ilusión que por allí comió también el escritor.
-Siempre hay ruido, es la costumbre-. -Hoy parece que se han moderado- me dicen en el bar, donde el rock de una emisora bogotana intenta aplacar el estruendo que viene de afuera. Como y regreso. Parece que es inútil. Hasta aquí llegó la devastación. En una conversación sostenida días después me entero que esta ha sido una zona de conflicto y que ese ruido en parte es el rezago de esos días en que estas tierras vivieron el horror y la muerte se convirtió en otra forma de lucro. La música estridente es el himno de aquellos días del que parece anunciarse otra vez su regreso. Los jóvenes no estudian y prefieren conducir sus moto taxis. -Pero esto es un paraíso- dicen sus habitantes.
Más arriba la Sierra y los indios. De vez en cuando diviso a una pareja de Arwacos ataviados de sí mismos, llamados a responder el pertenecer a una cultura; se ríen cuando se sorprenden encuadrados por alguna fotografía y sonríen, se saben observados y posan, sus mamos viajan en camionetas y explotan las tierras y su singularidad. El puesto de policía se ha vuelto a reactivar por estos días de elecciones. Hay temor. Muchos dicen que regresa la guerra.
Muchos extranjeros compraron estas tierras aprovechando la guerra. Vastos territorios comprados por cualquier moneda a campesinos que huían buscando el progreso. Luego se hacinaron en la ciudad y estacionaron un carro comprado con esos exiguos dineros que con el paso de los días se llenó de sal y oxido.
-Minca es todavía un lugar de mochileros- me dice un gringo experimentado en viajar. Lugares así se convierten después en paraísos apetecidos por el turismo. En realidad es una suerte de tierra provisional en espera de que algo suceda. Y cualquier cosa podría pasar. Mientras tanto arrastran sus mochilas y se hospedan y comen a bajo costo. Son un elemento más del paisaje.
 
 
 
El otro elemento son los observadores de pájaros. Ratifico que los seres humanos nos dividimos en especies y que somos altamente predecibles. De madrugada se encienden las luces y media hora después están con sus costosos equipos de observación avistando las aves. Viajan en grupos a la caza de especímenes raros. En el hotel  en que me hospedo esperan tres o cuatro grupos por año. Visten de verde, carmelita y gris. Sus ropas han sido cortadas y confeccionadas por la misma maquila, descubro la etiqueta en sus chompas y pantalones. No hablan, apenas si gesticulan, miran al vacío sin gesto alguno. Se posan en sus visores de captura y esperan. Luego de tres días se van con sus botines de guerra. Y el hotel se queda solo. Y los colibríes revolotean en rededor de alguien que se ha sentado todos los días en la misma mesa, todos los días puntual frente a sus comederos de azúcar. La ven llegar con sus libros, la ven sentarse y esperar. Ella los mira y lee, luego toma algunas notas. Miro los pájaros intentando comprender el ansia de los observadores. Los veía con sus libros de catálogo comparando el pájaro vivo con la catalogación del libro.
Me pregunto si serán lo mismo. Si no habría en realidad un pájaro inexistente. Este de vuelo rápido que ningún elemento reproductor ha podido registrar. Esta mañana regresó. Sé que su vuelo es inédito y que se resiste a toda interpretación.
Camino a Pozo Azul, decido ir a pie, el río me espera, aparentemente el camino está en silencio y nadie lo transita, aparentemente se abre una promesa de agua y roca intransitada. Pero entonces me llega el rumor de un corrido que un viento inoportuno hace elevar hasta esa altura, y regresa el estupor, regresa el horror.
Dentro de poco será la ronda final en que el país democrático elija su destino. Pero las sombras reaparecen y Minca se puebla otra vez de fantasmas.
Claudia Díaz
Bogotá, junio 15 de 2014.