miércoles, abril 23, 2014

El Presidente Santos decretó tres días de duelo nacional.

Aracataca. Macondo. Los ríos imposibles. El desierto. Los presidentes de Colombia prologan libros de ciencia y cultura, libros de arte, libros de poesía, estudios sobre indios colombianos. Nuestra bien amada colombianidad ilustrada. Los escritores se exilan pero luego regresan dando palmaditas en hombros de jefes de estado y figuras insignes del panorama nacional. Amigos de reyes, de papas, de jefes de uno y otro bando. Mientras tanto, la violencia. Los muertos reales. El silencio de la selva.
El presidente Santos decretó este jueves 17 de abril de 2014 tres días de duelo nacional por el fallecimiento del escritor y premio Nobel de Literatura de 1982, Gabriel García Márquez. Las palomas se metieron por los barrotes de la casa presidencial y destrozaron a su manera los pórticos de las ventanas, la plaza amaneció sucia y gris. Este jueves se iniciaría la procesión de Semana Santa. Entonces el dictador se asomó por la ventana y gritó su arenga. El poeta había muerto, decretaba tres días de duelo nacional. Se elevaron banderas a media asta. Se interpretó el himno por una chillona e incipiente banda militar, en la catedral se entonaron himnos en una misa solemne presidida por un gordo cardenal y a la que asistieron políticos y personalidades de la rancia aristocracia nacional, se desempolvaron sus libros y las librerías se llenaron otra vez de cientos de lectores curiosos, los periódicos ensayaron titulares frenéticos, en las redes sociales miles de feeds de curiosos replicaron sus fotografías ensayando a su manera pequeños titulares insignificantes, la opinión pública desaparecía y esta noticia que incendió la república era la primera prueba de esta evidencia. A nadie incomodaba ya la vigilancia. Era un alivio ser anónimo. La muerte del nobel era una de las tantas notificaciones que habrían de llenar estos muros miserables un 17 de abril de 2014. La muerte era otra vez una primicia, pero no la masacre de los cientos de anónimos muertos en todo el territorio de la nación sino la muerte del poeta. Los funerales se extendieron por tres días con sus noches. Cuando todo pasó la plaza quedó otra vez solitaria, con algunos pocos niños reciclando las cintas de colores de los estandartes y las infaltables palomas. Gordas con los desperdicios que dejaron tras de sí los millares de invitados.
En un estado de una red social alguien señala que estamos al comienzo de una hecatombe nacional, en un mismo año, dice el anuncio, han muerto Pacheco, un presentador estelar de nuestra provinciana televisión y García Márquez, el Nobel de Colombia es pasión.
Después de 1982, las facultades de Literatura se abarrotaron de jóvenes aspirantes, en el aire flotaba la ilusión de un premio, la ilusión de un rápido ascenso a la fama. Hacerse escritor, hacerse merecedor de la fama que por entonces brillaba alrededor de la escritura. Años atrás antes de la catástrofe del nueve de abril Bogotá había sido decretada la Atenas suramericana. Hoy se habla de la pasión del país, un titular menos escandaloso y más consecuente con las líneas editoriales de la prensa de estado, más acorde con la descripción de sus habitantes que según una encuesta mundial serían los más felices del planeta y los últimos en las recientes pruebas Pisa de conocimientos generales. Hoy todo se sintetiza en una ruana, un vallenato, un sombrero vueltiao, un ejemplar de algún libro de García Márquez con las infaltables mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, una mochila arhuaca de algún mamo de la Sierra, Macondo. En una foto Shakira la más célebre cantante nacional abraza a Gabito mientras entona una canción para la película de Guillermo Barden, El amor en los tiempos del cólera.
(Imagen 01)

En mi familia Cien años de soledad se celebraba como una suerte de canto anónimo a mi estirpe, sus personajes eran identificables con las desgracias que de generación en generación iban sucediéndose entre mis parientes, este modelo se replicó en otras según supe, que también se identificaban con la genealogía macondiana. Era como leer una biblia nacional, algo donde aparecían los conocidos, algo familiar. Leí por primera vez Cien años de la mano de mi hermano, en mi casa había una especie de culto por todo lo suyo, sus novelas, sus crónicas, sus entrevistas. Esa predilección fue opacada años después cuando mi padre se ocupó del Gaviero y las rosas y las mariposas amarillas pasaron a segundo lugar. En Colombia es común pasar de la admiración a la censura y al odio, en una prestigiosa universidad de Bogotá adscrita al Opus Dei, Cien años hace parte de los libros censurados por el códice de lecturas permitidas para sus estudiantes.
A mí en cambio lo que me gustó siempre fue un cuento donde dos enamorados se encuentran y se dan todas las señas necesarias para encontrarse cuando estén despiertos. Pero es inútil. Quizá esto encierra una paradoja y el cuento se desbarata y es pueril. Pero me gustaba releerlo, de vez en cuando lo releo.
También me gustaba La Hojarasca, el monólogo del niño vestido de domingo al lado del muerto, me recordaba la muerte de mi abuela materna que fue velada en el diminuto apartamento en que viví mis primeros años en el barrio Armenia, cerca de una de las primeras sinagogas de Bogotá. Todo el lugar olía a rosas y el olor perduró hasta muchos años después. Recuerdo el desconcierto del niño mirando el cadáver, mi propio desconcierto descubriendo la muerte. La rigidez del cuerpo de una cara contra el vidrio. El verse abocado a presenciar de niño una escena tan macabra. También recuerdo las otras voces, la madre, el coronel, me hacen pensar en cambio en el silencio que rodea mi escena de infancia junto al féretro. Tal vez ya estudiábamos en el Colombo Hebreo donde mi padre era profesor de Literatura y Filosofía y prefecto de disciplina cuando se inició lo de la “cafeterología” entre la comunidad judía, no puedo afirmar que fue cierto porque lo escuché de segunda mano, pero lo oí siempre como una historia familiar recurrente, un mito más sumados a otros que siguen contagiando nuestra interpretación de la verdad común; se trataba de la descripción minuciosa de un rito dedicado a detallar la preparación pormenorizada del café en las cafeteras Prímula, por entonces consideradas como auténticos artilugios para la preparación del café, luego esa descripción sería reemplazada por otras de objetos semejantes en su originalidad publicitaria, como un ungüento para la piel de Recamier que era simultáneamente repelente y perfume o algo así, no recuerdo bien. La descripción cafeterológica hablaba del vapor que salía y cómo el inaudito aroma del café lo impregnaba todo haciendo opacar cualquier otra sensación, cualquier palabra, nunca escuché la narración original pero imagino al menos la cadencia de la voz de Bruno, el esposo de mi tía mientras describía el ascenso del café por el tubito, parece que la ciencia se extendió a otros territorios y que fue a parar por los corredores del Juan Ramón otro colegio de la ciudad, de vieja data ya. Y la cafeterología era a su vez según tengo entendido parte de la ciencia deconstructiva sobre Cien años de soledad. Es decir una versión muy cercana al universo de Macondo al que Jacques Derridá se asomó por décadas a través de Bruno Mazzoldi.

(Imagen 02)
Reviso algunos videos disponibles en la red, me inquieta uno de un Congreso Internacional de Lengua española, un viejo con voz débil y cortada lee lo que parece una justificación de sí. Reconozco al escritor ya desdibujado y que pareciera querer imitar con sus gestos y su vestido liqui-liqui la imagen de sí mismo. En cambio otra figura más consistente se aproxima al micrófono y pronuncia con decisión algunas arengas sobre el idioma, es uno de nuestros últimos presidentes, Alvaro Uribe Vélez, quien ha reseñado libros de cultura y poesía y ha participado con entusiasmo en tertulias bogotanas que se dan cita en Rosales, un barrio elegante empotrado en los cerros de Bogotá justo en frente de las comunas que inundan los cerros hacia el sur. Luego se ve también al Rey de España, todos visten de beige, a la usanza tropical, son los tiempos en que la política ensalza las artes y en que el viejo poeta se duerme entre sus laureles.
(Imagen 03)
Recordé que recientemente en una exposición en una galería de la Macarena había conseguido en el almacencito del lugar un libro en que me llamó la atención lo que se decía de Cien años de soledad, al que siempre se le consideró por consenso de la crítica mundial como obra maestra. El 22 de julio de 1973 Pier Paolo Pasolini escribió esa crítica sobre Cien años de soledad, la consideraba un lugar común de la crítica, en el mismo ensayo sobre García Márquez Pasolini reseñaba a su vez El Castillo de los refugiados de Louis Ferdinand Céline y lo llamaba también otro lugar común de la crítica. Pasolini consideraba en esa nota que la famosa novela de García Márquez era en realidad la obra de un guionista costumbrista que trataba a sus lectores no como lectores por los que se siente el imperativo moral de considerarlos como iguales, sino como productores a los que se obliga a considerar el texto no como una estructura lingüística sino como una estructura cinematográfica. Lo de Céline en cambio constituía un dilema moral de otro orden.
México, austeridad en la despedida al escritor, la infaltable alfombra roja, las palabras de su amigo Fidel enmarcadas en un vidrio, la tristeza, el desconcierto, flores amarillas en delicados arreglos florares. Han pasado 87 años desde su nacimiento, las páginas de sus libros testimonian el tiempo, cómo no rememorar también el exilio, las épocas del compromiso y luego la fama y el poder y la gloria y luego esta espera de la muerte, esta condena a la soledad de la que fue testigo.
 
Claudia Díaz, abril 22 de 2014