domingo, septiembre 28, 2014

Soacha, la necesidad del monumento - Doris Salcedo y la poética del duelo

Soacha, la necesidad del monumento -Doris Salcedo y la poética del duelo 
 
 
 
“El décimo tercer precepto es el de redimir al hijo primogénito de tal forma que quede ligado firmemente a la vida. Pues todo hombre  es esperado por dos ángeles, uno de vida y uno de muerte. Al redimir a su hijo primogénito, el padre lo rescata del Angel de la muerte, quien pierde poder sobre él.” (El Libro del Esplendor)
 
La Rebeca, calle 26 con  Caracas. Un grupo de gamines grita al contacto con el agua verde y  fría de la fuente, algunos transeúntes en derredor observan casi sin sorpresa, ríen señalándolos; la escena es conocida, pura repetición de un ritmo incesante que atravesara el tiempo, estos tiempos muertos, en breve llegarán los uniformados a sacarlos.
Carrera séptima con 127, Ginebra, sucursal de una entidad financiera, son casi las seis de la tarde. Dos estudiantes de escuela distrital comienzan a desvestirse, se arrojan a la fuente, bracean, por momentos la carrera séptima es un mar, hay sol y palmeras imaginarias, risas; unos cuantos transeúntes nos situamos en derredor, atónitos ante tanta ingenuidad. A pocos metros vemos al celador del banco escoltado por un perro cansado. En poco tiempo los chiquillos están fuera tiritando, el celador los amonesta, siente deseos de tirarlos contra el piso y golpearlos, finalmente los grita, entonces abandonan el lugar rápidamente, final del juego. Se disuelve la escena.
Debemos a nuestra ciudad, a esta Bogotá cada vez más lejana e incierta la creación de ciertos nombres, nombres para seres y situaciones que emergieron en la urgencia de una realidad indefendible, gamín, desechable, ñero, falso positivo. Nombres impronunciables que de cuando en cuando se ocultan bajo otros nombres, más correctos, más pronunciables, más tolerantes. Nuestra semántica explota en la búsqueda de sinónimos pero subrepticiamente los antiguos nombres se cuelan bajo las heridas y terminan emergiendo desocultando otra vez la tragedia. Debajo, la palabra articulada contiene una verdad que continúa siendo impronunciable y que sigue sin alcanzar alguna representación que valide la inutilidad de tanta tragedia, entonces la verdad se aleja como un islote indeseable  al que se lo sepulta en alta mar, pero luego de cuando en cuando el naufragio regresa.
La verdad. Nada se hace a un lado para hacerla germinar. Ningún dios misericordioso vacía su espacio para que empiece su creación. Solo nuestra corrección, solo nuestro deseo de limpiar el discurso intenta simular la buena conciencia. La gramática regresa siempre en nuestra ayuda en los momentos difíciles, aquí la ortografía es más importante que la vida, entonces alguien pronuncia un discurso. Un político, un deportista, un artista, a veces un profesor.
El exosto se pega a mi sandalia, de la ventana contigua a la mía alguien grita gol.
Extinguimos la conciencia como un ejercicio rutinario. Nuestra inconciencia no es naif, es nuestro diario empeño. Nuestra inercia, la vemos pasar en derredor sin que logre tocarnos.
De repente comenzaron a desaparecer, se hizo repetitivo el que sucediera sin motivo alguno. Como un sello macabro de algún acontecer irracional. Cuando el número se puso en evidencia supimos que se trataba de algo más. Edelmira me trajo el rumor de las desapariciones en su cuadra en Soacha, en los extramuros donde vive, entonces se angustió por sus dos hijos huérfanos; tiempo atrás   alguien en el centro  acuchilló al padre por robarle un reloj, Edelmira y su esposo habían venido desde el campo el día anterior para asistir al entierro de un viejo conocido. Desde entonces ella vive sola con sus dos hijos.
Edelmira me dice que se los llevan sin que nadie se dé cuenta. Después es imposible la búsqueda, también porque en la mayoría de los casos el que comienza a preguntar se vuelve sospechoso, se lo culpa de hacer falsas denuncias. Y nadie tiene dinero para contratar un abogado que indague y haga justicia. El caso se queda en el olvido.  Lentamente el miedo se apodera de las víctimas. Las silencia.
La euforia de la seguridad que vivíamos en los campos crecía, era incuestionable. Las carreteras se abarrotaron con cientos de familias de regreso a sus fincas, a sus casas de campo. Se respiraba un tiempo de libertad. El país regresaba a la calma, se consolidó la economía, creció la confianza, muchos inversionistas comenzaron a traer sus capitales, Colombia se erigía en ejemplo para América latina de la lucha antiterrorista. Los resultados que arrojaban las encuestas inflaban la ilusión. Entonces apareció el primer informe. Jóvenes anónimos de barrios marginados, desaparecidos sin causa alguna. Asesinados a cientos de kilómetros de su hogar, aparecidos luego con ropas de guerrilleros muertos en combate.
Como el desechable, el falso positivo es un producto colombiano, pero no es sólo un término, son los nombres que reciben estos casos de jóvenes a los que se hace pasar por guerrilleros muertos en combate; el falso positivo es un dato estadístico, el cuerpo es apenas una constatación casi sin realidad, casi inexistente, casi desprovista de su materialidad terrena. Pura excrecencia. El falso positivo  en realidad pertenece a la dictadura del positivo, a la inminencia de un resultado que sea la demostración de la avanzada de unas políticas de seguridad. Es uno de los patrones de medición, de eficacia de la fuerza pública. No son casos aislados, son patrones que se repiten como un sello iterado al infinito, diseños estadísticos diseminados por la geografía de un país, podría trazarse una figura, un mapa del horror; los resultados de estas cifras son contundentes y necesarios porque son los que permiten los ascensos, las recompensas, los permisos, son la constatación de la eficacia de una política. El joven desaparece, se transforma en un caso, se hace abstracto. Solo así puede entenderse el destino final de su cuerpo sometido a tanta vejación.
Todavía con vida los jóvenes son llevados a cientos de kilómetros, luego vestidos con uniformes de guerrilleros, luego muertos. Muchos murieron desangrados a pocos metros de un puesto de salud, muchos luego de su muerte, fueron quemados, mutilados, descuartizados, eviscerados.
El síndrome del conteo de cuerpos avanzó como una infección, se trataba de alcanzar un resultado. Algo parecido a lo que sucede en un partido de futbol. El noticiero habló de 1200 víctimas. Quizá sea un número apenas representativo del desastre.
Las madres de estos hijos buscan sus restos, esos despojos de ser casi irreconocibles. Necesitan aclarar quiénes eran,  hacernos saber. Ahora en el mejor de los casos sólo cuentan con un papel, un acta de defunción con el nombre del hijo.
Otras tuvieron la suerte de dar con esos cuerpos. Con esos despedazamientos.
En la plaza de Bolívar una multitud de  ellas  exhibe en silencio las fotografías de sus hijos. Casi siempre son fotografías sobre fondo azul. Las que se toman como requisito para la  cédula de ciudadanía o la tarjeta militar.
A setenta y siete cuadras de distancia de la plaza en que tiene lugar  la marcha de las madres  alguien rememora la tragedia. Alguien que se pronuncia sobre la necesidad de la tragedia para la vida humana, para su sentido. La escucho pronunciar estas palabras en la ventanita de mi computador, he estado siguiendo sus registros, de entrevista en entrevista; en una la veo sentada en algo que parece una oficina, oigo al entrevistador que quizá es una mujer, nunca se lo muestra, habla sobre los falsos positivos, su voz es inaudible, pero logro articular las preguntas a medida que la artista responde. Súbitamente se interrumpe y el tono de su voz deja de ser elocuente, algo con un sonido molesto, sí están grabando en su estudio de trabajo, es su espacio.
Me pregunto si de veras la violencia tendrá una textura. Si en estas mesas impolutas en que crece un pasto insignificante podrá ocurrir un silencio que me comunique con el horror. No logro concentrarme, hay demasiado ruido, el espacio es insuficiente. Quién podría mirar y ser raptado por un instante en que el horror de lo sucedido se comunicara al menos en su ausencia. No hay silencio ¿ cómo podría? estamos demasiado ocupados en nuestras mentes registrando los sucesos, grabando las dimensiones de la sala, procesando toda esa información, saco mi teléfono y hago una toma para verla después, posiblemente de regreso me olvide y más adelante borre todo para tener espacio para  más información. Quizá otra exposición. Otros nombres. Otros catálogos.
La violencia crea imágenes, escucho su voz otra vez en la entrevista. Las imágenes me recuerdan las estadísticas, los nombres de esos jóvenes que desaparecen para dar paso a la abstracción, al informe, al acta de defunción, a la instalación, a la mesa, da igual.
A cientos de kilómetros del suceso real la sala de exposición, un pequeño museo. Me pregunto si podría ser de otra manera. Si podría propiciarse ese silencio en que el dolor se expresa. De regreso en la sala,  me observo igual a los ocasionales visitantes  de exposiciones en esta mañana de sábado, me pregunto si en esta sala nos hacemos más reales, más humanos. Si estos objetos crearán esas identidades falsificadas por el horror. No hay ningún testimonio que me haga saber que eso sucede. En un cartel adosado a la pared se habla de un trabajo con las madres de Soacha. Pero de regreso a la sala no logro encajarlo con lo que veo, ni siquiera sé si veo, o si mi experiencia contemplativa es sólo un efecto, una pura ficción discursiva.
Ella habla de una oración silenciosa, la llama Plegaria Muda.  Museos, dos años itinerando de país en país, abarrotamientos humanos alrededor de sus instalaciones, entrevistas, discursos, cientos de impresos. A setenta y siete cuadras de la plaza a donde llegan las madres a manifestarse por sus hijos solo llegan nueve de las ciento sesenta y seis piezas que dan testimonio de la fosa común. El arte prevalece, dice, la vida prevalece.
Habla de una reparación simbólica, discreta, pero no de un monumento. El arte no puede ser un monumento, continúa categórica, no hay ninguna relación entre los monumentos y el arte. Lo que presenta es la ausencia. Rememoro las vasijas funerarias y los poemas épicos. Rememoro la Verdad de la Belleza de la que hablaba Keats en la oda A Una  Urna Griega.  Ahora es otro tiempo, es nuestro tiempo, tiempos de lo indirecto y lo paradójico, el arte es indirecto, me recuerda, no tiene que ver con la verdad. Me pregunto si estará invocando las palabras de algún filósofo contemporáneo y si por momentos en su discurso evocará la necesidad que esas madres sienten por restituir la verdad sobre sus hijos, más que a sus hijos ellas buscan redimir esa verdad que eran ellos, porque no solamente están muertos sino doblemente muertos, muertos con sus nombres y sus historias, seres anónimos traspapelados a una estadística, falseada su identidad; tan abstractos que el horror se distancia de ellos. Apenas sin muerte, atomizados de la existencia.
La violencia no puede ser representada por el arte, habría que volverla a presentar. No puede haber repetición del acto. Oyéndola pienso que esto es sólo una analítica estética, un discurso ajeno a mi sensación, a mi memoria del horror. Algo que diluye la angustia en sentencias paradigmáticas que debieran guiar mi experiencia al momento de contemplar. Quizá esa visión pueda ser programable, una contemplación estetizada. Artificial.
Gritos de las madres de Soacha al caer de la tarde. Alguien les recuerda que no hay redención posible. Me pregunto qué sucedería si alguno de sus  habitantes llegara hasta esta sala distante en cientos de cuadras de su localidad, del lugar donde ocurrieron las desapariciones ¿qué sentiría? Me pregunto si todavía el poema podrá restituirnos la tragedia; rememoro a Celan,  un poeta a quien ella cita en sus discursos sobre el dolor, recuerdo su final lanzándose por una orilla del Sena. Su dolor terminal.
El horror me lleva de vuelta al museo, al espacio que propiciaría esa pausa necesaria para recomponer el horror, tanta ignominia. No puedo dejar de pensar en las salas repletas de los cientos de museos del mundo donde distraídos turistas disparan sus cámaras. Sin objetos visibles, el visitante es arrojado sobre una supuesta experiencia, la suya. El instante efímero en que se produciría la visión, algo así como una epifanía momentánea que daría lugar a esa nueva experiencia que abandona el objeto; desasido de toda realidad tangible, el visitante busca entre los escombros, relee las tablillas de información, escucha atentamente las palabras del guía o del crítico, dispara sus aparatos cientos de veces, compra fotos y segmentos de algo que todavía son objetos, algo para mostrar a sus amigos.
Las mesas no son ya mesas ni las sillas son sillas, nada para reconocer, nada por representar. Ninguna piedra sobre la tumba.
La vida escapa efímera.
El otro se pierde inconmensurable en el horror.
En el pasado un poema hablaba de un friso en un vaso de cerámica, quizá el friso descrito no existe, pero existe el poema.
Una fotografía se deshace bajo la lluvia, en poco tiempo se habrá disuelto hasta hacerse irreconocible.
¿Sobreviviremos para recordar?
 
Claudia Díaz, marzo 23 de 2014